Esta es la segunda entrega de una serie de 3 artículos que aportan distintos puntos de vista del mismo problema. Si te la perdiste, aquí está la primera entrega.
En los foros y discusiones sobre sostenibilidad se oye hablar con frecuencia de la indefensión del “pobre consumidor”. Aunque como consumidores todos tenemos cierto poder para decidir qué tipo de futuro votamos con nuestro bolsillo, parece que no deberíamos exigir a los demás que lo intenten. Como si se pensase que “al consumidor hay que dárselo resuelto”.
Paradójicamente esta exculpación del consumidor, sobre todo cuando viene asociada a los que mayores dificultades económicas pasan, a veces acaba en la justificación de Shein, Temu y otras compañías que venden a precios baratos productos de mala calidad y peores consecuencias medioambientales. Como si tuviésemos que resignarnos a que esas son las únicas opciones accesibles de nuestros tiempos.
El propio Paul Polman, ex CEO de Unilever, de alguna forma aludía a esta “indefensión del consumidor” en el reportaje “Buy Now: The Shopping Conspiracy” de Netflix: “No creo que el consumidor sea el culpable. Por supuesto que consumen, porque se les anima a hacerlo en gran medida”.
De hecho, hay datos que apuntan que los consumidores “abandonan” sus esfuerzos por consumir de forma más responsable cuando encuentran obstáculos para hacerlo. Por ejemplo un 70% en el caso de la transición energética doméstica.
Es evidente que el consumo no depende sólo de nosotros mismos. Y el sistema lo puede hacer fácil o difícil. Si el sistema nos acompaña, será más fácil cambiar nuestros hábitos.
Pensemos por ejemplo en cómo intentar vivir con menos plástico. O simplemente con menos envases de un solo uso.
Por mucha voluntad individual que le pongamos, los retos para llevarlo al día a día son muy significativos. Porque hemos diseñado nuestro mundo para que por defecto los alimentos necesiten envases para su conservación y transporte. O para que necesitemos bolsas herméticas para tirar la basura. Otras alternativas suponen un coste en tiempo y comodidad que no todos somos capaces de integrar en nuestro día a día. Que puede llegar a rozar el heroísmo. Y no todos somos héroes - o no todos podemos ser héroes en todo. Es muy difícil cambiar las cosas sin un “sistema” que lo facilite.
En nuestra experiencia lanzando Gratix pudimos ver que, incluso entre la gente inspirada y convencida por compartir como una alternativa de consumo, muchos acababan desistiendo dada la fricción que suponía hacerlo frente a la inercia del consumo lineal. Aunque parezca increíble, incluso entre los cientos de mensajes que nos llegaron pidiendo que continuáramos al anunciar que se paraba la app, algunos eran de personas que no habían llegado a hacer o recibir regalos.
Y es que hemos construido un sistema para comprar y vender, y no para usar y no acumular. Lo difícil no es querer, lo difícil es cambiar el comportamiento.
Por eso es tan importante reprogramar el sistema. Un cambio enorme: transformar nuestro modelo de consumo de una economía lineal, que ni es respetuosa con nuestro entorno natural ni nos hace felices, a una economía circular y regenerativa, que es un sistema integrado con la naturaleza para prosperar como personas junto a ella.
Migrar en plena marcha este marketplace de marketplaces, y cambiar todos los hábitos e incentivos que lo han hecho imparable, es probablemente uno de los mayores retos que podemos plantearnos como civilización. ¿Podemos dejarlo sólo en manos de su oferta?
El peligro de victimizar al “pobre consumidor” es que se lo acabe creyendo. Y no asuma el papel de protagonista que le corresponde. Cambiar el sistema es cosa de dos: el consumidor que vote con su consumo, y el sistema que lo facilite. Estamos ante el reto de “la gallina y el huevo”.
Porque todos nos jugamos nuestro futuro en esta deriva. Y somos los primeros interesados en cambiarlo. No lo vamos a conseguir solos, pero tal vez sí podamos provocar los “nudges” o empujones necesarios para ponerlo en movimiento. Y acabar desencadenando un efecto mariposa.
Existe una larga tradición de echar la culpa al “sistema”. Seguramente porque nos acompaña un bagaje histórico que asocia este término a Marx. Que si bien entendía por «sistema económico» una combinación de modos específicos de producción, de circulación, de distribución y de consumo de los bienes, nos acostumbró a resolver los problemas atacando el modo de producción. Y quitarle agencia al consumo.
Resulta mucho más adecuado pensar en “sistema” en términos de Donella Meadows: como complejos dinámicos interconectados que pueden evolucionar impulsados por distintos puntos de apalancamiento. Dónde todos sus componentes influyen y pueden marcar la diferencia. En el que los insumos y los consumos alteran el stock.
En este tipo de sistema todos sus componentes pueden influir sobre su evolución. Tanto la producción como el consumo. Sin olvidar el efecto que puede tener el regulador. ¿Por dónde empezar para reprogramarlo?
El escenario idílico es aquel en el que las empresas se bastan para reprogramarlo.
Cada día son más las se están moviendo, muchas de ellas movidas por misiones inspiradoras. Pero no es suficiente. Ni en número ni en intensidad. Parece que, para alcanzarlo en la escala necesaria, solamente hay una vía: cambiar el incentivo. Que, por cierto, no es un problema técnico sino humano: las empresas están llevadas por personas que atienden a incentivos como su lucro personal.
Lo veíamos en una entrega previa de Verdades Incómodas al revisar la paradoja de Apple: una empresa que pasa con buena nota su examen con la Madre Naturaleza, con las preguntas que previamente ha elegido, pero evita entrar en su impacto real: Insiste en mantener un modelo basado en la fabricación innecesaria y la obsolescencia programada, en lugar de cambiar su modelo de negocio para extender al máximo la vida útil y facilitar el mantenimiento y reparabilidad de sus productos. Y es que sus incentivos se lo impiden. A menos que se reinvente y pase de pensar en producto a hacerlo en servicio, como garantizar a sus clientes el uso de tecnología lo suficientemente actualizada con el menor impacto medioambiental posible.
El investigador del CSIC Andrés Turiel pone un ejemplo muy gráfico de lo que supondría este cambio en el caso de las lavadoras.
Cuando compras la lavadora, el incentivo del fabricante es que, si la lavadora tiene una garantía de 3 años, en cuanto se acabe la lavadora se estropee y le compres una nueva. Pero, ¿y si tuvieras un modelo de consumo en el cual lo que haces es pagar un alquiler al fabricante y los días que la lavadora no funciona él te tiene que pagar a ti una indemnización porque no puedes usarla? Simplemente haciendo esto ya verías como el productor va a fabricar un diseño robusto, fácil de reparar, con piezas fáciles de cambiar, optimizando no gastar más recursos de la cuenta... porque es como va a ganar más dinero.
¿Por qué las empresas no están adoptando este modelo, ya preconizado desde hace tiempo por algunos pioneros de la economía circular, como Walter Stahel? Dicho de otra forma, ¿qué hace falta para que cambien de incentivo? ¿Puede solucionarlo el tercer agente del sistema, el regulador?
En el reportaje de Netflix, Eric Liedtke, ex alto directivo de Adidas, propone como solución al problema de “desperdiciar más” el imponer a los fabricantes la “extended product responsibility”: que la responsabilidad sobre el residuo al final de la vida de cada producto le corresponda al productor y no al consumidor. Esto es, protegernos vía regulación.
De hecho, la regulación, con sus “palos y zanahorias”, está siendo clave para impulsar muchas de estas mejoras, desde el establecimiento de “carbon taxes” hasta facilitar el derecho a reparar. Y hay que seguir usándola, que para eso está.
Pero tenemos que ser conscientes de que la regulación tiene sus limitaciones: es lenta en su aplicación, puede ser torpe y atacar el síntoma en lugar de la enfermedad, en ocasiones incluso puede circunvalarse (como demuestran los numerosos casos de greenwashing) y, con frecuencia, provoca efectos secundarios (como la “euroesclerosis”). Eso, cuando no se olvida de la realidad de los ciudadanos. Que puede llevar a encontrar una resistencia social tan poderosa que incluso haga caer a los gobiernos que las empujan. Basta con pensar en los gilets jaunes o los populismos que prometen soluciones sencillas a problemas complicados.
Hay que contar con la regulación. Bien aplicada, con más zanahorias que palos, destruyendo los incentivos malvados del sistema, y acompañando a la población, poniéndose en sus zapatos, equilibrando su impacto en la vida diaria, con información y compasión, puede tener un efecto importantísimo. Pero no basta.
¿Tenemos que volver a acudir al “pobre consumidor”? Ojo, que puede ser mucho más poderoso de lo que se le atribuye. Con su consumo vota todos los días por el futuro que quiere. Si un cambio de hábitos alcanza suficiente masa crítica, provocará ese “nudge” en el sistema para que reguladores y productores tomen nota.
Para eso necesitamos cambiar nuestro mapa mental, nuestro modelo de status y, en consecuencia, cómo consumimos. Si se convierte en presión social, afectará a los incentivos y tirará del sistema. Ya se habla de “desinfluencers” que invitan a."desacelerar y pensar bien las compras en vez de apresurarse". Necesitamos muchos más ejemplos y referentes. Y cualquiera puede serlo.
Hagamos triunfar a las empresas que se esfuerzan dotando al sistema de lo que nos puede facilitar el cambio. Ejerzamos el boicot positivo, que es tan sencillo como trasladar nuestras compras a quiénes están intentando hackear el sistema desde la producción. Tal vez todavía no puedan ofrecernos precios más baratos, pero si tienen éxito y escalan algún día lo harán. Y el sistema se irá poniendo de nuestro lado.
Y no nos olvidemos del poder de la omisión. La acción más poderosa que tenemos es decir “no”. Y tiene todavía menos fricción que el botón de “Buy Now”. Es más barata y nos libera de todo lo que nos van a pedir nuestras compras. Nos libera hasta de reciclar, o más bien separar, las cosas cuando ya no las necesitemos. No es ya que lleve poco tiempo, es que nos regala tiempo.
No hay que prohibir Shein, hay que quebrarlo. Es tan fácil como no comprarle nada más. Sobre todo cuando sale más a cuenta una prenda de calidad que se puede usar muchas más veces. Sólo tenemos que darnos cuenta. Aislarnos del ruido. Salir de esta inercia. Y el sistema se ajustará.
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Aunque solo está lateralmente relacionado con el post, el ejemplo de Apple me ha recordado un podcast sobre las tierras raras y el tremendo impacto medioambiental de su refinamiento, oculto a los focos en una remota región de China. Como bien dices es la cara oculta del.progrrso, en este caso de la transición energética. Tendríamos que poner más foco sobre los efectos ocultos de este sobre consumo y de tantas otras cosas enas que tener una visión holística podría cambiar nuestra manera de abordarlas. Muy burna serie de articulos, como siempre da que pensar!!