Si Gilbert O’Sullivan no podía resistirse a “what's in a kiss” (respuesta corta: “bliss”), parece que la misma pregunta aplicada a la cuestión del precio lleva a muchos a la misma respuesta: felicidad. O al menos una carga irresistible de dopamina que puede simularla.
Nos guste o no, casi nadie se resiste a un buen precio. Es el gran motor del consumismo, como fenómenos como el Black Friday demuestran. Y es que lo barato es tan poderoso que nos lleva incluso a comprar cosas que no necesitamos.
No sólo eso. Estamos tan convencidos de la importancia del precio que nos lleva a justificar que prevalezca sobre cualquier otra consideración. Por ejemplo, al discutir por qué hay personas que declaran su preocupación con el medio ambiente pero optan por opciones claramente insostenibles como Shein, es común la explicación bienintencionada de que se trata de un problema de poder adquisitivo, o incluso de “precarización”. Algo que es aplicable en ciertos casos, pero se contradice con la media de 3 puestas de cada prenda comprada en Shein. Interesante al respecto esta discusión en el podcast de B-Corp.
Y es que el precio es el rey de la economía de consumo. A estas alturas, nadie duda que, salvo segmentos donde lo que cuenta es la diferenciación o exclusividad, la mejor forma de impulsar productos sostenibles entre el gran público es un precio barato. Lo sostenible no vende si no hay paridad en precio. Aunque, si se logra, la lógica económica del capitalismo hará su magia.
Pero el precio es sólo uno de los atributos de un producto, que no basta para su comparación frente a otras alternativas, que puedan ofrecer una calidad o durabilidad mayor. Y desde luego no captura su impacto social o medioambiental, esas “externalidades” que acaban convirtiéndose en costes para el conjunto de la sociedad.
¿Realmente somos capaces de aprovechar la oportunidad de votar todos los días por el futuro que queremos? ¿O el precio es una fuerza superior que nos ciega? No es ya que no estemos dispuestos a pagar una “prima de sostenibilidad”, es que una buena oferta nos pueda hacer olvidar todo lo demás.
Siendo tan poderoso el precio, ¿y si pudiéramos hackearlo para cambiar nuestros hábitos de consumo? No parece una tarea fácil. Exploremos algunas vías.
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“Lo barato sale caro”, dicho tradicional
Fashion Revolution compartió este experimento social en Alexanderplatz en Berlín: la camiseta de 2€. ¿Cómo reacciona la gente ante una cabina expendedora que simplemente anuncia camisetas a ese precio? ¿Y qué ocurre si antes de comprarla se incorpora la información de cómo ha sido fabricada y lo que implica pagar ese precio? Los resultados son sorprendentes: La gente cambia de conducta al salir de su ignorancia. Pero, ¿es esto algo que se pueda replicar a escala? ¿debería cada compra venir precedida de un clip informando de lo que debes saber sobre cada producto?

¿Se trata entonces de un problema de ignorancia? ¿o es que no nos queremos enterar? ¿Puede resolverse mediante educación e información? Hay enfoques que sugieren complementar el precio con otro tipo de información.
La Fundación Knowcosters propone el precio de triple marcaje como alternativa al precio de venta. Know cost frente al low cost. Proporcionar de forma visible y transparente, en la publicidad y el propio producto, la huella de empleo y fiscal junto al PVP.
La coalición Right to Repair sugiere acompañar al precio con un índice de reparabilidad por cada producto, de forma que pueda calcular la duración relativa de cada producto.
En cualquier caso, parece que es necesaria una capa previa de educación más general, al menos frente a las compras más dañinas. Porque, ¿puede algo ser bueno si siempre es barato? Seguramente no para el comprador: las cosas sin calidad no suelen durar. Y más ahorro sería no comprar lo que no nos hace falta. Raramente para la gente que hace esos precios posibles: ¿aceptaríamos sus condiciones de trabajo? Y decididamente no para el Planeta. Tanta venta barata es más extraer-fabricar-tirar para el medio ambiente.
El talón de Aquiles de estas estrategias es que el coste final para el comprador, y por tanto el dinero que tiene que desembolsar, no cambia. Seguramente pueden ganar a ciertos consumidores para ciertas categorías, pero parece más complicado que lo hagan masivamente.
Cambiar el mapa
“Sólo el necio confunde valor y precio”, Francisco de Quevedo y Villegas
¿Y si fuese posible romper el mapa mental en el que domina el precio y reposicionar lo que cuestan las cosas en la mente del consumidor en base a su valor real?
El problema con el precio sin más información es que rompe el equilibrio entre cantidad y calidad, al ignorar la segunda y empujar la primera. ¿Cómo comunicar, por ejemplo en el terreno de la moda, que hay prendas que valen por dos, o por cuatro? Que duran, resisten, funcionan mejor. Hay que consumir menos para consumir mejor.
¿Tal vez formularlo en términos de coste por uso o por año o mes de vida estimada? ¿De lo que te puedes ahorrar en ese período?
El pionero de la economía circular Walter R. Stahel apuntaba a esta diferencia entre valor (para la sociedad) y precio (para el comprador) como resultado del problema de la dejación de responsabilidad por parte del fabricante una vez que vende y sugería solucionarlo mediante fórmulas contractuales. Ello pasa porque el fabricante asuma los riesgos hasta el final de la vida útil del producto y su valor residual. Lo que denominó como la “performance economy”, basada en vender el uso y no la propiedad. Y así cambiar el incentivo del productor: de vender el mayor número de productos a extender al máximo su vida útil con una responsabilización plena.
Fórmulas similares están intentando modelos basados en compartir activos en base a pagos por uso o períodos de tiempo. Pero la fórmula sigue sin extenderse fuera de algunas categorías. Es difícil cambiar el mapa mental y pasar de pensar en términos de propiedad y hacerlo en clave de utilidad. Sobre todo si el ahorro en costes no acompaña.
De hecho, una estrategia prometedora es aquella que rediseña el producto con más ventajas y lo sitúa en un juego distinto, que incluso puede resultar más competitivo. Es el caso de Algramo, plataforma circular que facilita la reutilización de envases, que a la vez que reduce producción y residuos, abarata precios. Sin duda una inspiración para aprovechar la fascinación por el precio.
Internalizar la externalidad
“Eso es lo caro de verdad - quedarnos sin planeta”, Carol Blázquez, Ecoalf
El problema no es ya que el precio actual de muchos productos no recoge el coste real que tienen para su comprador, al no incorporar elementos como su durabilidad o las garantías asociadas. Estos precios dejan fuera el coste que provocan al resto de la sociedad, sus consecuencias sociales y medioambientales. Aquello que en economía se conoce como “externalidades”.
Para corregir estas externalidades negativas y fallos del mercado, contamos con la regulación. De la que mejor no tener que echar mano si funcionan las soluciones anteriores, pero que para eso está. Y que en casos como este pueden suponer un enorme ahorro a los Estados y sus contribuyentes, que son los que suelen correr con el coste de solucionar sus consecuencias.
Stahel proponía usarla, no sólo para reforzar la responsabilidad de los productores en toda la vida del producto, sino también para incentivar el consumo de recursos con externalidades positivas y desincentivar los contrarios. Usar los impuestos para que el precio de cada producto refleje dichas externalidades. Dejar exentos los recursos renovables y la mano de obra, y gravar aquellos basados en recursos finitos.
El problema es que los impuestos no son populares y a los gobiernos les gusta serlo. No olvidemos que movimientos como los “gilet jaunes” en Francia surgieron como respuesta a una subida de impuestos sobre el precio del combustible. De hecho, ya se habla del “anti-climate backlash” como un fenómeno generalizado en distintos países contra las alteraciones de precios provocadas por regulaciones medioambientales..
Y es que, en el eterno dilema de políticas públicas entre “palos o zanahorias”, las zanahorias suelen ser más populares. Como concluye este estudio, no hay nada para incentivar el consumo de un producto como rebajar el precio mediante “incentivos positivos extremos para el cambio”.
Sabemos que esta fórmula puede funcionar para impulsar productos en fases iniciales, de forma que ayude a crear mercado, hasta que el propìo producto se vuelva competitivo para competir en precio y dejar que la lógica económica haga el resto, como ha ocurrido con la energía solar. ¿Hasta dónde podemos replicarla para “echar del mercado” a las opciones nocivas?
Tell me what’s in a price
Y es que hay algo en el precio a lo que no nos podemos resistir. ¿Seremos capaces de dar con la clave para que refleje de verdad el valor de las cosas? ¿Que nos ayude a diferenciar cantidad de calidad? ¿O es necesario ser mucho más agresivos a la hora de tratar de incorporar un ventaja en precio en el diseño de productos y servicios?
No parece que todavía contemos con la solución, pero hay que seguir probando con estos y otros ingredientes. Sería un gran “hack” para acelerar, en lugar de seguir retrasando, los cambios en el consumo que nos convienen.

Muy interesantes como siempre los artículos. Sin una política fiscal que priorice la transformación hacia otra forma de la economía, donde el verdadero foco sea el ser humano, preservar la naturaleza o combatir la desigualdad, etc., todo seguirá avanzando de forma muy lenta...la inmensa mayoría de las personas no pueden pagar más para obtener sostenibilidad...Por ejemplo, si no es más caro utilizar materias primas vírgenes, las recicladas seguirán tardando mucho en desplegarse...
Aclaro: “Lo sostenible no vende en masa si no hay paridad en precio.” Es importante recordar que sí existen personas dispuestas a pagar un precio premium por sostenibilidad. Es decir, hay un early adopter muy comprometido que ya apoya a las marcas en este sentido. Hay estudios de The Cocktail sobre el consumidor consciente (puedes consultarlos aquí: Neture Impact - Informes https://www.neture-impact.com/informes).
¿Y si dejáramos de basar los modelos de negocio en la producción en masa?
Por otro lado, al menos en Europa, las nuevas regulaciones sobre la doble materialidad harán mucho más visibles las “externalidades,” que, como bien señalas, terminamos compensando con nuestros impuestos. Curiosamente, esto incluso incrementa el PIB de un país, ya que se contabilizan como gastos.
Está claro que las regulaciones deberían fomentar y apoyar la sostenibilidad, algo que considero será un gran diferenciador competitivo en la próxima década.