Dicen algunos estudios que la sostenibilidad ha dejado de influir a los consumidores, al menos al 70%, y que invocarla ya no toca la fibra. Pero algo nos dice que no es así: Las empresas siguen luchando por colgarse credenciales verdes y lucirlas como medallas.
Y es que parece que el greenwashing funciona. O si no, ¿para qué tanto insistir? ¿de verdad es algo que se creen los consumidores?
Parece que sí. Y ese es parte del problema. Porque aunque la preocupación por el clima y el Planeta se ha generalizado, se traslada muy lentamente a la acción.
Ecoansiedad y consumo consciente
En lugar de un consumo consciente o responsable, en el que entendemos las consecuencias de nuestro poder como consumidores y lo ejercemos como un voto, de forma coherente y consistente; lo que parece extenderse es la llamada “ecoansiedad” o “ecoagobio”: sabemos que debemos cambiar cómo consumimos, pero no exactamente qué, y en un entorno en el que la información es abundante y con frecuencia contradictoria, preferimos aferrarnos a unos cuantos actos simbólicos que nos hacen sentir mejor que asumir el duro trabajo de resetear de forma más rotunda y ser conscientes del impacto de nuestras decisiones de consumo.
La periodista Patricia Gosalvez compartía en El País su experiencia de “ecoagobio” en primera persona tras publicar una serie de artículos titulados “Diario de mi semana sin plásticos”, al sentir que se la exigía convertirse en un modelo de conducta sostenible:
Desde entonces, cada vez que olvido la cantimplora y pillo un botellín en el comedor del curro noto las miradas de decepción de mis compañeros. Lo mismo en la máquina de café. Ya casi no bajo al Carrefour Express —antro de perdición plástica— y, si no puedo evitarlo, vuelvo a casa haciendo equilibrismos con la fruta en las manos, no vaya a pedir bolsa y me pille alguien que conozco destruyendo los océanos. Desde junio, compro pañales desechables como quien va a pillar droga.
Soy más sostenible que antes, pero me siento culpable todo el rato. Además de una irresponsable, ahora soy una hipócrita. Me merezco el escarnio. Y tú también.
Ante la ecoansiedad acecha el greenwashing, como placebo contra nuestra mala conciencia, que nos proporciona las palabras que queremos escuchar para calmarla. El filtro del consumo consciente puede ayudarnos a detectar y diferenciar mejor qué empresas, marcas y productos son sostenibles. En el de la ansiedad el greenwashing se cuela.
Verdades a medias
Y es que el problema del greenwashing es que no se mueve en el terreno del blanco y negro sino en amplias tonalidades de gris. Son verdades a medias, aceptables para quien las quiera escuchar y encontrar una justificación más que investigar su impacto real.
Los “7 pecados capitales del greenwashing” dan cuenta de ello: el inconveniente oculto, la falta de pruebas, la vaguedad, la proclamación de etiquetas falsas, la irrelevancia, el mal menor y la mentira.
Está bien contar los avances en sostenibilidad, sea en la elección de materiales, el lanzamiento de un nuevo producto o las iniciativas que compensan parte del daño causado. No lo está callar lo que queda por mejorar. Hacer pasar una parte por el todo.
Así lo decidió, por ejemplo, el tribunal holandés que condenó a KLM por greenwashing al usar el slogan “Vuela de forma responsable” en base a sus progresos en el uso de SAF (Sustainable Aviation Fuel) y la compensación de emisiones, dado su reducido impacto sobre su consumo total de combustible y la necesidad de diferenciar entre emisiones generadas y netas. Curiosamente, se podrían aplicar razonamientos similares por vender la electricidad como energía verde sin contar que buena parte viene generada por carbón o gas. Las cosas no son blancas o negras.
Y es que hay empresas que incluso empiezan a plantearse lo que se ha venido en llamar “greenhushing”, no comunicar mensajes sostenibles por miedo al qué dirán. Tampoco parece que ayude a entender mejor lo que consumimos.
La alternativa al greenwashing es la transparencia. No sólo en los informes, que tienen el alcance que tienen. Sobre todo en los slogans y comunicaciones a consumidores, que es lo arrastra las ventas.
Es bueno comunicar los esfuerzos, pero no hacerlo de forma equívoca. Aclarar qué impacto relativo tiene cada avance, si es bruto o neto. Informar de forma factual, clara y completa. Iniciar un viaje con un consumidor no infantilizado que entiende que todos tenemos que cambiar, y es complicado, pero que juntos podemos conseguirlo. Que nos tenemos que ayudar entre todos, y salir del ecoagobio.
Distorsiones del lenguaje
No ayuda que esto va contra una tradición arraigada en la comunicación comercial de confundir, más que informar, que incluso ha llegado a crear distorsiones del lenguaje como el llamar “ahorrar” a “gastar menos”.
Si me estás presentado una oferta, dime que me va a costar menos, pero no me digas que voy a ahorrar. Si quiero ahorrar, evitaré comprarlo. Y si realmente lo necesito, dame información transparente para que pueda comparar. Si lo que tienes es un descuento, déjame entenderlo bien, pero también qué calidad y con qué garantías cuenta tu producto para que entienda cuánto me va a durar.
Transparencia y coherencia
Necesitamos más coherencia y menos “pintar de verde”. Y de igual forma que los consumidores necesitamos pasar en nuestro viaje personal de la ecoansiedad a un consumo consciente que nos haga sentir mejor y entender qué trade offs hacemos, es necesario que las empresas demuestren que están cambiando por dentro y que su estrategia y la forma que están construyendo el futuro son realmente sostenibles.
Cómo hacerlo. Siendo coherentes y transparentes. Yendo a lo sustantivo. No quedarnos en lo accesorio. Veamos un ejemplo en el contexto de un problema tan grande como el desperdicio alimentario.
Un tercio de la comida se desperdicia. Tanto en la distribución como en los hogares. La distribución ya se ha marcado el objetivo de reducirlo, que startups como Too Good to Go o Phenix están facilitando. Y han puesto en marcha múltiples iniciativas para que no se tire lo que todavía se puede consumir hoy pero mañana ya no se podrá vender. Mediante canales adicionales, donaciones con impacto social y aprovechamiento circular. Sin duda avances muy positivos.
¿Se puede hacer mejor? Un buen ejemplo es cómo lo plantea Mercadona, que publica de forma transparente y sencilla 5 puntos fáciles de entender. Pero es que, además, plantea atacar el problema desde la raíz, integrando la lucha contra el desperdicio alimentario como parte central de su modelo de negocio. No sólo “salvando” la comida a punto de estropearse. Empezando antes.
Son tres medidas previas: Reducir el stock que llega a las tiendas, no hacer ofertas o promociones para evitar que el consumidor almacene más de la cuenta en casa, que es dónde se produce gran parte del desperdicio, y rebajar aquellos productos que están en peligro de caducar.
Responden a un cambio de ángulo, de llevar la sostenibilidad a la operativa base de la compañía. No se trata ya de un problema de qué hacer con los excedentes, sino de cómo utilizar las variables básicas de su negocio, volumen y precio, para reducir este problema antes de que se produzca. Haciendo del precio y las ofertas no ya parte del problema sino de la solución, sin perder de vista los intereses de sus clientes: No busques ofertas o promociones, que yo te daré siempre los precios más bajos que pueda, pero si algo se puede estropear, ajustaré su PVP para evitarlo.
Construir complicidad
Construyendo un ejercicio de complicidad, tanto haciendo como contando. Elevando la visión del problema a resolver. Construyendo procesos coherentes y consistentes para reducirlo. Y comunicando con transparencia.
Y es que el antídoto del greenwashing es la educación en el consumo consciente. Y la respuesta de las empresas a un consumidor informado, la transparencia. Admitiendo que no somos perfectos ni unos ni otros y es un viaje en el que todos tenemos que aprender.
Sin verdades a medias ni distorsiones del lenguaje. ¿Estamos juntos en esto?