Hay semanas en los borradores saben a papel mojado. En las que lo que duele descuenta el resto. En las que si llueve piensas en aquellos que lo están pasando mal, aunque estés cobijado en tu techo, y te preguntas qué puedes hacer. En las que acabas cambiando lo que ibas a publicar.
Hace tan sólo 3 semanas estaba en Valencia disfrutando de su belleza y la hospitalidad de su gente, como da fe la foto que acompaña esta reflexión. Hoy la veo con dolor e impotencia.
Que lo que ha pasado es terrible no os lo voy a contar yo. Lo estamos viendo y sintiendo todos. Y no paramos de preguntarnos si se pudo evitar y si volverá a pasar. Ahora sólo podemos ayudar a los que lo están sufriendo (aquí una lista de recursos sobre cómo contribuir) y hacer lo posible para evitar la siguiente.
Dicen que nadie aprende en carne ajena y algo de verdad hay. Es la diferencia entre lo que nos preocupa y nos duele. Entre entender y sentirse amenazado. Esta vez nos ha tocado abrir los titulares mundiales. Hemos tomado el relevo de Florida y Filipinas, o en su día Nueva Orleans o Pakistán. Nadie está a salvo de ser el siguiente.
Y es que, aunque este tipo de catástrofes no son un fenómeno nuevo, como las temperaturas, van a peor. De hecho, están íntimamente relacionadas.
Como observa The Economist, fenómenos como este no son más frecuentes, pero sí más “fuertes, lentos, húmedos y salvajes”:
Los ciclones vienen impulsados por la temperatura de las aguas en que se forman y avanzan. Más del 90% del calor adicional en el clima es absorbido por los océanos, cuya temperatura superficial media supera en un 0,8º la media del siglo pasado. Entre 1980 y 2017 el mar absorbió más de 3 veces la cantidad de energía contenida en las reservas mundiales de combustible fósil. Este poder adicional hace que las tormentas se intensifiquen más rápidamente. El aire más caliente provoca mayor humedad, que hace que duren más una vez que alcanzan la tierra y aumentan la cantidad de agua que se acaba convirtiendo en lluvia.
También hace más probable que avancen más lentamente o se estacionen en una localidad, aumentando su potencial destructivo.
Que llueva en 8 horas lo que suele llover en un año no es normal. Aunque tal vez sea parte de la nueva normal. Ante la que todos tenemos que estar preparados. No sabemos qué va a pasar, pero sí que este tipo de fenómenos cada vez va a pasar más.
Al hablar del cambio climático se habla de mitigación y adaptación. De mitigación es de lo que más hablamos en Verdades Incómodas: qué podemos hacer para frenar la progresión exponencial del cambio climático. Y sabemos que no lo estamos haciendo bien, y que queda mucho por hacer, pero avanzamos. De adaptación hablamos mucho menos, pero, según avanza más el cambio, más importante es.
La adaptación no es nueva. La desviación del Turia es un ejemplo de cómo decisiones tomadas en su día han evitado males mayores. Lo que es más novedoso es la aceleración de estos riesgos de mayor gravedad.
La adaptación supone aceptar que las cosas han cambiado y que hay una nueva realidad. Que tenemos que minimizar y prevenir los efectos negativos del cambio climático. Necesitamos repensar nuestras ciudades y hábitats ante una naturaleza desbordada. Y ajustarnos al nuevo nivel de riesgo, trabajar la preparación.
Esto va más de soluciones que de culpables, de ayudar lo antes posible a los que lo necesitan y de aprender de los errores para estar mejor preparados si vuelve a pasar. De mejorar el sistema de avisos pero también nuestra preparación mental. De pasarnos por el lado de la precaución, aunque nos critiquen, como hace no tanto ocurrió en una alerta similar en Madrid, porque no tenemos una bola de cristal. De ser prudentes y aceptar que la naturaleza nos puede sorprender a todos.
Hoy todos somos valencianos. Y albaceteños. De Paiporta. De Utiel. De Chiva. Nos ha venido a visitar el monstruo. Hoy toca ser solidarios y ayudar. Y no olvidar que mañana podemos ser los siguientes. Lo que hagamos cuenta. Para mitigar que esto siga yendo a más y para que, si ocurre, nos pille preparados.
Un absoluto horror. Inimaginable