Por mucho tiempo, preguntar el valor de una ballena llevaba a pensar en pescar y aprovechar todo lo que se pueda extraer de la misma. El valor de una ballena muerta.
Hoy sabemos que una ballena vale más. Es más, vale mucho más viva que muerta. Al menos 3 millones de dólares, tan sólo atendiendo a su capacidad para absorber CO2.
Y es que el cambio climático nos ha llevado a interesarnos más por cómo la Naturaleza contribuye a nuestra vida en la Tierra, y no dar su aportación por descontada. De igual manera, un elefante vale al menos 2,6 millones de dólares. Y las praderas oceánicas parten de una valoración mínima de 2,3 trillones de dólares, más que Google o Amazon. ¿De dónde salen estas estimaciones?
Tras un día avistando ballenas en Baja California, Ralph Chami, Director del FMI, tuvo una revelación. Habiendo aprendido el impacto de las ballenas en la absorción de carbón y la emisión de oxígeno, tanto directa como indirectamente, vio la necesidad de poner valor a esa contribución. Su trascendencia para el medioambiente no existía para la economía. Y se entregó a ello.
De media, una gran ballena secuestra 33 toneladas de CO2 en su interior, lo que equivale a 1400 árboles. A su vez, sus heces liberan nutrientes y minerales, ricos en hierro y nitrógeno, clave para alimentar al fitoplancton marino, al que se atribuye al menos un 50% de la producción total de oxígeno atmosférico y la absorción del 40% del CO2. Además, al morir, su cuerpo cae hasta descansar en el fondo del mar, donde se convierte en un depósito natural de carbono.
Algo similar ocurre con el elefante respecto a las selvas tropicales. Y, a gran escala, con el papel que juegan las praderas oceánicas, los manglares o las barreras de coral como base de un ecosistema que ayuda a reducir emisiones y luchar contra el cambio climático de forma natural.
La Naturaleza nos presta “servicios de ecosistema”, manteniendo de forma continuada al Planeta en las mejores condiciones para la vida. Entre estos servicios, es el mayor sumidero de carbono con que contamos para limitar el cambio climático.
Sin embargo, no estamos cuidando la Naturaleza y esta se está deteriorando de forma alarmante, cuando lo que necesitamos es todo lo contrario: más Naturaleza para restaurar el equilibrio del Planeta. Tenemos que invertir en la Naturaleza para dejarla hacer su trabajo. Pero no somos buenos protegiendo lo que no sabemos valorar.
Los Océanos son un claro ejemplo: Absorben el equivalente al 90% del calentamiento provocado por los combustibles fósiles. Pero ello ha subido su temperatura 1.5ºC desde 1900. Igualmente, al absorber casi un cuarto de las emisiones de carbono, su acidez ha subido un 26% desde 1940.
¿Cómo pasar de la revelación a la acción? La solución de Ralph Chami (vale la pena ver su presentación en TED) ataca el problema desde la perspectiva económica: Hay que cuantificar el valor de la Naturaleza para protegerla.
Aplicando técnicas de valoración financiera de compañías y considerando el precio de los mercados de carbono, podemos poner valor a las contribuciones de la Naturaleza, que hasta este momento la economía valoraba en cero, como en el caso de ballenas y elefantes. La aplicación de metodologías financieras como el descuento de flujos de caja resulta muy apropiada, ya que de igual manera que una empresa persigue la continuidad en sus actividades, la Naturaleza tiende a extenderse en condiciones favorables, de modo exponencial.
Si añadimos un marco legal y seguridad jurídica, con criterios y mecanismos de control claros, podemos desarrollar mercados para protegerla e invertir en su regeneración.
Dichos mercados incentivan la acción inmediata en ecosistemas clave como el Amazonas o la Antártida, que no sólo son sumideros de carbono que pueden contribuir a absorber más emisiones, sino que además están en peligro. Invertir en la Naturaleza como activo que garantiza un desarrollo sostenible.
Sabíamos que la Naturaleza era importante. Ahora además podemos ponerle valor, y contar con la lógica económica de nuestra parte. Para pasar de una economía extractiva a regenerativa. Disfrutar de sus servicios de ecosistema. Y dejarle hacer.
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